El hallazgo de nueve cañones del barco naufragado de la Armada Invencible sirve para fraguar un acuerdo entre los Gobiernos español e irlandés para presevar el patrimonio

Uno de los cañones de ‘La Juliana’ en el lugar del naufragio. National Monuments Service, DAHG
Las entrañas del Museo Nacional de Irlanda de Collins Barracks, a orillas del dublinés río Liffey, albergan un tesoro que puede abrir un nuevo camino en la preservación del patrimonio subacuático de España: nueve cañones de bronce, una representación de los 32 que iban a bordo de La Juliana, mercante de la Armada Invencible en el momento de su naufragio, el 21 de septiembre de 1588. Recuperados el pasado verano en la playa de Streedagh, al norte de la ciudad de Sligo, junto a otros artefactos de la nave, pasarán dos años antes de que nadie pueda contemplarlos allá dónde finalmente sean expuestos. “Durante ese tiempo serán mis invitados, a los que dedicaré toda mi atención y comodidades”, bromea Rolly Read, director del Departamento de Conservación del museo, mientras sortea el dédalo de oscuros pasillos que conducen hasta la sala en la que dormitan los cañones.
Es el mismo recorrido realizado hace unas semanas por una comitiva formada por algunas de las primeras espadas de la arqueología submarina española, con Iván Negueruela, director del Museo Nacional de Arqueología Subacuática (ARQUA), a la cabeza, y representantes del Ministerio de Cultura. ¿Su objetivo? Uno doble: conocer en persona a esos gigantes de cobre y, sobre todo, sellar con el gobierno irlandés y el equipo de arqueólogos que llevó a cabo su descubrimiento un acuerdo de colaboración que asegure la recuperación del resto de hermanos que aún hoy dormitan en las aguas de Streedagh.
“El acuerdo entre los ministerios de Cultura de Irlanda y España se concreta en una colaboración de carácter permanente en todo lo que tenga que ver con la Gran Armada”, explica Negueruela, quien no se esfuerza en disimular su alegría por una colaboración que puede suponer un vuelco decisivo en la preservación del patrimonio subacuático español en la isla. “Desde ya, ese esfuerzo común será bidireccional, de tal manera que nosotros facilitaremos a nuestros colegas material documental procedente de nuestros archivos históricos para que puedan enmarcar sus hallazgos, mientras que ellos contarán con nosotros para participar sobre el terreno en las futuras campañas de agua”, apunta este experto.
Sinergias, en definitiva, imprescindibles para que tanto La Juliana como otros barcos hundidos en la costa oeste de la ancestral Hibernia sigan contando su historia.
El laboratorio, preñado de extraños aparatos, tubos y herramientas, parece sacado de una serie norteamericana de forenses. Un húmedo vaho marino flota en el ambiente. En su interior, los arqueólogos Fionnbarr Moore y Karl Brady, miembros de la Underwater Archaeology Unit (UAU) encargada del trabajo en el pecio, miran con ojos paternales un par de piezas de artillería sumergidas en un enorme tanque lleno de agua. “Tras cuatro siglos en el fondo del mar se han ganado un merecido y exhaustivo proceso de conservación que los despojará de la costra de erosión y de olvido”, apunta Read. Disfrutarán los cañones de dos años de reposo que, en modo alguno, serán un tiempo baldío. Así lo han empezado a comprobar los expertos irlandeses que los estudian, quienes ya han empezado a descubrir páginas de la Gran Armada de Felipe II silenciadas durante siglos por un sudario de olvido y océano.
Para empezar, si el fundidor que alumbró los cañones en 1570 –esa es la fecha de fundación, grabada en números romanos en la recámara- pudiera escuchar a experto irlandés le daría un abrazo fraternal por cuidar con tanto esmero de sus criaturas. “Ahora ya podemos confirmar que la mayoría de los cañones recuperados salieron de Génova, del taller de Doria II Gioardi, uno de los mejores maestros del siglo XVI, como lo atestigua la letra D que rodea el fogón”, sostiene Brady.

Sello de uno de los cañones de La Juliana, ya en tierra para su análisis. Oscar Elias Auad EL PAÍS
Con un cuidado exquisito, Fionnbarr Moore, el director de la campaña arqueológica, abre el plástico negro que, a modo de mortaja, protege los cuatro gigantescos bultos que, alineados como un batallón de soldados caídos en batalla, ocupan la mayor parte del laboratorio. Los ojos grises del arqueólogo centellean cuando deja al descubierto una de las sorpresas que se repite en la mayoría de cañones rescatados de La Juliana: el grabado de un santo distinto, destinado a asegurar el tiro cuando escupían fuego, balas y metralla, decora la recámara de cada pieza. Santa Ilaria, San Severo, San Giovani, Santa Madrona… “No hay que olvidar que frente a los barcos protestantes ingleses como frente a los turcos, estos barcos libraban una guerra ideológica, religiosa, que tenía en estos santos su máxima expresión”, explica Moore mientras recorre con el dedo la figura de un San Sebastián reluciendo en la piel de batracio del cañón.
Es cierto, su color cobrizo no es tan sugestivo como el del oro que dormita en las bodegas del galeón San José, localizado en verano de 2015 en Colombia. Sin embargo, a pesar de los siglos, su silencio sigue susurrando historias. “Aunque los cañones son espectaculares, yo los veo como lo que son, herramientas de destrucción, armas creadas para matar a hombres –confiesa Brady-, de ahí que lo que me fascina más de trabajar en barco como éste es acercarme a su biografía, a su pasado y todo aquello que vivió antes de naufragar”.
En eso, La Juliana andaba sobrada. Y es que antes de zozobrar, este barco en principio nacido para transportar en su panzuda bodega grano o vino acabó por vivir peligrosamente. Por ejemplo, en 1571, luchó como barco de soporte en Lepanto. “Es probable que de su participación en esa batalla se hiciera con este botín tan especial”, teoriza Moore mientras clava la mirada en el fondo de uno de los tanques: un cañón turco, rematado su fogón con sendas letras árabes, comparte espacio y destino junto a una pieza con la imagen de San Roque.
Los arqueólogos están convencidos que llegarán nuevas sorpresas, tanto de este barco como de los otros dos que reposan en la playa Streedagh y que corrieron su misma suerte. De eso da fe Read, quien humedece con un pulverizador la piel aceitunada de un cañón. Unas amenazantes llamas labradas en la caña refulgen bajo la pátina. “La Spanish Armada siempre se guarda un as en la manga”, sostiene. Y si no que se lo pregunten al especialista inglés encargado de restaurar uno de los pedreros de La Juliana, hoy expuesto en el museo, descubierto en los años 80. “Al elevarlo del tanque -rememora entre risas-, tras haber estar sumergido en agua caliente para eliminar las impurezas, un proyectil que estaba bloqueado en el ánima del cañón cayó estrepitosamente al depósito, dejándolo como una sopa”. “Ése fue el último disparo, la última sorpresa de La Juliana”, sentencia con sorna británica.
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